Los falsos aguerridos

Hay palabras que se incrustan en la jerga futbolística y se quedan para siempre ahí pegadas, como un chicle en una chancla. Son palabras inofensivas que, sin embargo, acaban desplazando a otras más útiles y precisas. Una de las más conspicuas es «aguerrido». Nació para definir a los soldados que tenían experiencia en batalla y, por tanto, se consideraban curtidos. Luego empezó a usarse, de forma más oblicua, para denotar valor y audacia. Y a partir de esa segunda acepción adquirió una considerable popularidad en el fútbol.

Según se usa hoy, el adjetivo «aguerrido» resulta un curioso caso de polisemia falsa. Es decir, pueden atribuírsele distintos significados y todos ellos despistan porque son mentira o, al menos, eufemismo.

La escuché por primera vez, dentro del ámbito futbolístico, hace tiempo, en referencia al Granada de principios de los años 70. Alguien dijo por televisión que aquel equipo tenía una defensa «aguerrida». Hombre, no. De Aguirre Suárez y Montero Castillo, los dos centrales, se podía subrayar la violencia, la brutalidad, la combatividad si se quiere, pero ni tenían experiencia bélica ni eran valientes. Sólo pegaban patadas. También solía utilizarse en Italia cuando se hablaba de Paolo Montero (hijo de Montero Castillo: una condena genética), central de la Juventus que combinaba una técnica decente con un poderoso instinto criminal. Ese es, por tanto, uno de los usos trapaceros del término. Se dice «aguerrido» por no hablar de violencia.

Luego está el uso compasivo. Suele aplicarse a equipos toscos y de recursos limitados. En las competiciones europeas siempre aparece un equipo (estadísticamente tiende a ser turco o griego) al que se clasifica como «aguerrido» porque ni se sabe bien cómo juega ni, por lo poco que se conoce, merece elogios. Se dice «aguerrido» y se entiende «mediocre, aunque voluntarioso». O sea, nada.

Al equipo que mejor juega en este arranque de Liga, el Atlético de Madrid, suele castigársele con el puñetero adjetivo. Supongo que sin mala voluntad. El propio Diego Simeone, a su llegada como técnico, proclamó que quería un Atlético «fuerte, aguerrido y contragolpeador». Eso podía sonar plausible en ese momento, como ruptura con el desmayo táctico de Manzano. Pero ya no. El Atlético de Simeone parece funcionar aún mejor sin Falcao y no necesita para nada el adjetivo-chicle. Ni pega patadas ni es mediocre. A nadie se le ocurre llamar «aguerrido» al Bayern o al Madrid. Tampoco se debe hacer con el Atlético.

A los chicos de Simeone les falta, por supuesto, pasar la gran prueba. La del Real Madrid. Los vecinos blancos tienen una larga experiencia en el negocio de despachar equipillos «aguerridos», entre ellos el Atlético de otras épocas. Se acerca el primer examen de la temporada y permitirá hacerse una idea de las perspectivas atléticas: los rojiblancos pueden ser auténticos aspirantes a algo, en una Liga de tres, o quedarse, como la temporada pasada, un peldaño por debajo. Saben jugar al fútbol, saben especular, tienen banquillo. Si superaran la sujeción psicológica, la del segundón «aguerrido», se harían un gran bien a sí mismos y al conjunto del fútbol español.